Alfonso Diez García

Cronista de Tlapacoyan

alfonso@codigodiez.mx

Desaparecido durante cuatro años

 La vida le cobró una factura que no debía

Un día Carlos salió temprano de su casa y ya no regresó. Lo que le sucedió y toda la trama que se armó a raíz de su desaparición parecen más elementos fantásticos que un caso de la vida real. No cabe duda, la realidad es más sorprendente que la fantasía.

Pero, el caso de Carlos surge ahora debido específicamente a otra desaparición. Antes de seguir adelante con éste vayamos al punto de partida.

Tras la publicación de la crónica de la semana pasada, algunos lectores me han escrito acerca de la desaparición de alguno de sus esposos o esposas, hijos, hermanos y quisiera referirme a uno de ellos, una señora de Tlapacoyan de la que no tengo autorización para publicar su nombre. Le ofrecí relatar un caso similar, el de Carlos, que puede servir de ejemplo para todos aquellos que extrañan al ser querido que se ausentó, aunque, desde luego, no es mi intención forjar falsas esperanzas en nadie, porque cada caso es diferente. Me dice ella que su hijo simplemente salió de casa a realizar sus actividades cotidianas y ya no regresó. Hace exactamente un año. La señora se dirigió primero a la Agencia del Ministerio Público ubicada en Tlapacoyan, para denunciar la desaparición. Lo hizo al día siguiente de que esto sucedió, porque no llegó a dormir, pero le dijeron que tenía que esperar unos días para levantar una denuncia, porque por tan sólo una noche no se podía suponer un crimen; se podía tratar de que se quedó con un amigo, con la novia o alguna otra posibilidad. Una semana después, el MP levantó el acta correspondiente, fueron a su casa, entrevistaron a los amigos de su hijo, a sus compañeros del trabajo y de la escuela, pero no consiguieron ningún resultado.

Ella, por su parte, ha recorrido la ruta que seguía su hijo innumerables veces preguntando casi casa por casa, observando, deduciendo; se ha dirigido también a diversas asociaciones que atienden a víctimas de secuestros, pero estas le han informado que ella no se encuentra en tal supuesto, dado que nadie, nunca, pidió alguna cantidad de dinero como rescate por un supuesto secuestro de su hijo. Otras asociaciones que buscan a desaparecidos solamente le han informado que no hay ningún dato sobre su hijo. Quedé en platicar personalmente con ella para escucharla de viva voz y analizar lo que tiene hasta ahora.

Pero cumplo con lo ofrecido antes y lo que sigue es el relato de Carlos:

Carlos era un hombre que ya pasaba de los cincuenta años de edad. Vivía en un pueblo pequeño junto a su esposa. Se casó ya grande y apenas se disponía la pareja a planear la llegada de su primer hijo. Todos los días, de lunes a viernes, él salía de su casa, abordaba un transporte que lo llevaba a su trabajo, distante de su hogar, y regresaba por la noche. Los fines de semana, la pareja se iba a comer o a cenar a algún lugar de su agrado. Viajaban durante las vacaciones y todos los que los conocían dicen que se trataba de una pareja ejemplar y enamorada.

El caso es que un día Carlos salió temprano, como siempre y ya no regresó. Sucedió lo mismo que con el hijo de la señora de Tlapacoyan de la que hablé antes. Su esposa, Isabel, se dedicó a mover todos los resortes que pudo, contrató un detective particular para seguirle la pista a su desaparecido esposo y en ninguno de los casos tuvo éxito.

Pasaron las semanas, los meses y los años y Carlos no regresaba. Isabel consiguió un empleo que le permitía subsistir con decoro. Adoraba a su esposo, un marido ejemplar durante el poco tiempo que duraron juntos. El trato entre ambos fue siempre de absoluto respeto, con mucho cariño. Nunca hubo algún insulto, mucho menos golpes o trato humillante de uno hacia el otro.

Pero ella estaba sola y al cabo de tres o cuatro años comenzó a salir con otra persona. Se enamoró otra vez, lo que ella inicialmente consideraba impensable por el recuerdo de su esposo. Sus amigos, todos, le aplaudieron la decisión de intentar vivir de nuevo, de rehacer su vida; inclusive la animaban: "es lo que Carlos hubiera querido". Planeaba casarse porque en verdad había encontrado un hombre bueno, noble, que la quería y se preocupaba por ella. Jamás habría imaginado cómo se iban a desarrollar los acontecimientos en los siguientes días.

 Lo que sucedió con Carlos, lo sabemos ahora porque él mismo lo ha relatado, tras recobrarse de una amnesia que lo mantuvo alejado de su esposa y del pueblo en que vivían hasta que sucedió algo que parecía inimaginable.

El día que desapareció, Carlos decidió de última hora visitar a un cliente que tenía en una ciudad alejada poco más de doscientos kilómetros de su hogar. Calculaba regresar por la tarde, antes de la hora en que solía hacerlo cuando iba directamente a su oficina; entonces le comentaría a su esposa lo que había hecho, porqué había decidido el viaje a última hora y, en consecuencia, porqué no le había platicado nada antes.

Llegó entonces Carlos a su destino, salió de la terminal de autobuses y se preparaba a tomar un café para revisar sus documentos, antes de dirigirse al cliente al que visitaría por sorpresa. Pero al cruzar una calle fue embestido por un automóvil que iba conducido a mucha velocidad y que dio la vuelta en la misma esquina en la que él bajaba de la banqueta y lo atropelló. El golpe aventó a Carlos por lo menos a diez metros del lugar en que fue embestido. Voló. Su cuerpo pego contra la pared de la acera de enfrente y su cabeza cayó azotada brutalmente, sangrando profusamente. Lo recogió una ambulancia y lo llevó al hospital general más cercano. Ahí se debatió entre la vida y la muerte durante varios meses. El accidente le provocó una fractura severa de cráneo y fracturas múltiples en todo el cuerpo. Los médicos que lo atendieron lo daban por muerto. El pronóstico era que moriría en las siguientes horas. Pero eso no sucedió. Al cabo de casi diez meses, Carlos recobró la conciencia, pero no tenía idea de quién era, sufría de amnesia total. Desafortunadamente su portafolios y sus documentos personales se perdieron en el accidente. Nadie supo dónde quedaron. Lo mismo sucedió con la chamarra que portaba ese día. Ensangrentada y hecha pedazos fue a dar a la basura. No había, entonces, manera de identificarlo. Estaba en una ciudad de mediano tamaño, pero su pueblo natal era pequeño y no había ningún registro de él por el que se le pudiera identificar. Ni huellas dactilares, ni radiografías dentales y mucho menos muestras de ADN.

Año y medio después, Carlos permanecía hospitalizado. Sus huesos comenzaron a soldar y fue enviado a una unidad de rehabilitación del gobierno. No había manera de llevarlo a un hospital privado porque un hombre que ni siquiera conocía su propia identidad menos tendría posibilidades de pagar un tratamiento de ese tipo.

En la unidad referida lo enseñaron a caminar de nuevo, a apoyarse en muletas y poco a poco se fue recuperando. Ahí conoció a la que se convertiría en su ángel de la guarda. Una bella mujer, de menos de cuarenta años de edad que acudió acompañando a su hermana para visitar a un interno amigo de ésta. Por una simple coincidencia lo vio, cómo se esforzaba, cómo tropezaba, cómo le costaba trabajo levantarse; de vez en cuando recibía la ayuda de algún enfermero, o enfermera, pero la mayor parte del tiempo permanecía solo con sus esfuerzos. Carlos era un hombre guapo, alto, medía cerca de 1.90 metros de estatura y la hospitalización lo había transformado de un hombre obeso que pesaba más de noventa kilos a un hombre delgado con un peso cercano a los setenta y cinco.

Un día Gladys, así se llamaba ella, se animó a hablarle. Estaba intrigada por saber qué le había sucedido y porqué nadie lo visitaba. Tras una caída, lo ayudó a levantarse y le preguntó por su familia; él le dijo lo que le podía decir, que no sabía quién era ni de donde venía, menos si tenía alguna familia. Gladys comenzó a visitarlo, a apoyarlo y se enamoraron. Para entonces, ya habían pasado dos años desde que Carlos salió de su hogar al lado de Isabel.

Gladys era una buena mujer. Cuando Carlos salió del hospital, ella lo llevó a vivir a su casa. Se amaban en verdad. Vivieron durante meses del trabajo de ella, pero un día sucedió algo que comenzaría a cambiar su vida en común. Carlos acompañó a Gladys a visitar a un cliente importante y surgió entonces la necesidad de un ingeniero que resolviera un problema, no había nadie a la mano y Carlos les dio la respuesta. Descubrieron, tanto él, como Gladys y el cliente que visitaban que él era ingeniero. Tras varias visitas, el cliente, directivo de la empresa, se interesó por Carlos, lo quería contratar, pero ellos le dijeron lo que había sucedido, no tenía documentación alguna que le permitiera trabajar. El ejecutivo llamó a su abogado y le consiguieron a Carlos documentos de identidad. Ya tenía su trabajo. Ya no dependería de ella. Pero siguieron viviendo juntos, lo importante era que se amaban.

Un día, sin embargo, comenzó el principio del fin de esta historia. La empresa decidió enviar a Carlos a un pueblito alejado poco más de doscientos kilómetros de la ciudad donde se encontraban, para supervisar unos trabajos. Cuando Carlos bajó del autobús que lo transportaba y salió de la terminal comenzó a recordar. Era un pueblo pequeño. La tienda, la farmacia, la plaza central... Caminó como cuando lo hacía cuatro años antes, cada vez que bajaba del autobús para regresar a su hogar. Unas cuadras después se topó con la entrada de la que había sido su casa hasta que sufrió el terrible accidente que lo alejó tanto tiempo. Se detuvo frente a la entrada y en ese momento apareció su adorada Isabel. Ambos se quedaron sorprendidos. Ninguno dijo nada, simplemente corrieron uno hacia el otro y se abrazaron en un abrazo que parecía que nunca iba a acabar, se besaron, mezclaron sus lágrimas de felicidad y entraron al hogar. Entonces vinieron las explicaciones, la cruda verdad. Apareció Gladys en la plática y José Luis, el prometido de Isabel.

El caso es real y actual. Al momento de escribir estas líneas, todavía no se conocía cómo iba a resultar el desenlace. Carlos está enamorado de Gladys y también de Isabel, pero ni él, ni ninguna de ellas tienen la culpa de lo que sucedió. Por su parte, Isabel está enamorada de Carlos, pero también de José Luis, quien tampoco tendría porque ser el que perdiera en toda esta trama. La vida los zarandeó de una manera que no se asemeja a nada que conozcamos en la realidad.

¿Cómo acabará esto? No lo sé.

¿Tiene esperanzas la señora de Tlapacoyan al enterarse de esta historia? Por supuesto. ¿Y qué pasa con aquellos que desaparecieron cuando se trató de un secuestro? Son historias diferentes, como decía en las primeras líneas, no les quiero dar falsas esperanzas. En el caso de Carlos, no había ninguna amenaza pendiendo sobre él.

Decía que no hay desenlace todavía, hasta donde sé, pero les prometo, queridos lectores, dárselos a conocer en cuanto lo haya.

 

Al comenzar 2010, Tlapacoyan tenía 54,321  habitantes, según los datos aportados por el INEGI. Actualmente ronda los 60,000. De los 2,454 municipios que hay en el país, Tlapacoyan ocupa el lugar número 342, por lo que a la cantidad de habitantes se refiere. Cada uno de sus pobladores configura una historia y Tlapacoyan tiene, por lo tanto, 60,000 historias. La foto panorámica que se muestra sobre estas líneas nos muestra la plaza de armas, la iglesia de la Asunción y las cafeterías localizadas junto a la iglesia hasta llegar a la calle Héroes. Está tomada desde el palacio municipal. La que encabeza estas crónicas nos muestra el palacio, el parque central o plaza de armas, la iglesia y las mismas tres cafeterías que se ubican frente al parque.

 

Un espacio en mi corazón.

Mi agradecimiento profundo a todos los que han respondido al llamado que hice en mi crónica de la semana pasada para que me escribieran si tenían algún dato que aportar al caso del secuestro de Toño Diez; me dirijo a ellos y a todos los que se han tomado la molestia de escribirme con comentarios que puedo decir que son el motor, la motivación de este cronista para seguir adelante.

Las Crónicas de Tlapacoyan aparecen cada lunes en el periódico Gráfico de Martínez de la Torre, en la sección Elite y aparecen también, un día después, en Código Diez (codigodiez.mx o tlapacoyan.mx). Del diario circulan miles de ejemplares por toda la región. Me han escrito lectores tanto de Tlapacoyan, como de Martínez de la Torre, San Rafael, Papantla, Gutiérrez Zamora, Poza Rica, Perote, Xalapa, y Veracruz. Y la lista de quienes reciben Código Diez pasa ya de diez mil lectores, que sumados a los que colateralmente a estos leen la publicación y a los que acceden por su cuenta a la misma, nos dan una cifra incalculable de lectores con los que estoy en deuda. Espero tener la suerte de seguir contando con ustedes.

Para todos, mi reconocimiento más sincero y mi afecto, queridos lectores; algunos conocidos por mi, otros que descubro apenas con mensajes que me permiten tratar a personas interesadas en la cultura, en la historia y en mis investigaciones.

Colocamos la crónica también en Facebook, con un recibimiento tan amplio como inesperado. Para los amigos de Facebook también he abierto un espacio en mi corazón. Muchas gracias.

El apoyo de Gaby Guichard fue determinante, tanto para el éxito en Facebook como en la difusión de los impresos. No escatimó esfuerzos para la discusión de las ideas y el aporte de datos que conformaron la crónica. No hay manera de agradecerle con palabras su interés, su empuje en los momentos en que el ánimo decaía y su determinación.

Leo y respondo toda la correspondencia. Si usted no ha recibido respuesta todavía, tenga la seguridad de que la tendrá. Tengo mucha información que analizar, una por una, pero de todas me ocupo.

Sucede que a lo largo de los últimos años, he tenido que dejar en el tintero, o en el archivo personal, casos de los que he escrito pero que tal vez nunca vean la luz, tanto en el caso de las crónicas como de mi columna Personajes, que aparece en Código Diez. Las razones son diversas, casi evidentes, pero en su gran mayoría se pueden atribuir a heridas que comienzan a cerrar y no tiene caso volver a abrir.

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