Alfonso Diez García

Cronista de Tlapacoyan

alfonso@codigodiez.mx

Una misión por cumplir

  ¿Señal divina?

 

El psicoanalista y el sacerdote escuchan con atención, el primero al paciente en el diván y el segundo al que se está confesando. La función de los que escuchan es lograr que el paciente, o el que se confiesa, saquen un poco o mucho de culpa al exponer verbalmente sus problemas, aunque resulta obvio que el primero profundiza más y lleva al cabo un tratamiento que primero logra que salga a la luz un recuerdo reprimido y luego consigue, gracias a eso, un "desbloqueo" súbito de dicha emoción o recuerdo, pero con un impacto duradero.

Con cierta frecuencia, me reunía con un religioso que conocía de años atrás y visitó hace un tiempo la población (Y, por cierto, dicen que nos parecemos, tal vez por la estatura y la complexión). El año pasado regresó a Tlapacoyan por un día y retomamos temas acerca de los cuales nunca terminamos de reflexionar. Una caminata por el parque central, o plaza de armas, estuvo plagada de puntos de vista encontrados acerca de cuestiones filosóficas. La carrera le había exigido a él meterse de lleno en la filosofía y en mi caso fue el tema central de años de estudios. Le han asignado ahora una misión importante. Quedará pendiente, para otra crónica, una plática que sostuvimos sobre un asunto apasionante; mientras tanto permítanme, queridos lectores, contarles algo que me sucedió, con él como testigo y que, curiosamente, se ha repetido algunas veces más, de diversas maneras, durante este año.

El caso es que en una ocasión se nos acercó una señora de cierta edad a la que siempre he visto lejana, nunca nos habíamos saludado y yo no tenía idea de que ella me identificaba.

"Padre", me dijo, "Necesito confesarme con usted".

— El que lo puede hacer es aquí, el padre, le dije, señalando a mi amigo.

— No, yo necesito hablar con usted.

— Perdóneme, siento mucho defraudarla, pero yo no soy sacerdote, no la puedo confesar.

— Pero si yo lo he visto cómo habla y cómo le aplauden; además, ya lo he visto varias veces en la iglesia. Una vez lo vi cómo traía usted un grupo de señoritas de Estados Unidos y las trajo de un lado a otro por toda la iglesia y les enseñaba las pinturas, les decía de dónde venían y cómo se llamaba el padre que tenemos ahora en la iglesia. Usted, para mi, es un religioso y estoy segura de que me puedo confesar con usted.

— Gracias por pensar así de mi, le respondí. Lo que pasa es que soy el cronista de Tlapacoyan y como tal he hablado en muchos eventos públicos y ante mucha gente. Cuando me preguntan, efectivamente, he hablado acerca de esta parroquia y de la iglesia de El Cerrito. He escrito mucho sobre esto también y me da mucha pena, señora, pero yo no soy quién para tomarle la confesión. Vamos a que se confiese usted con el padre, le dije mientras señalaba a mi amigo que ya se había alejado unos metros de nosotros con una sonrisa en los labios y me hacía la seña de que hablara con la pobre señora.

— Padre, me dijo, le juro que si usted no me confiesa mi vida se va a acabar; me siento muy triste y usted me inspira mucha confianza. Habla usted muy bonito y habla con mucha tranquilidad, yo sé que usted está inspirado por Dios.

Ante estas palabras surgió una señal de alerta. Unos días atrás, otro sacerdote, prestigioso, de la Ciudad de México, muy preparado, con una gran experiencia, perceptivo como no he conocido a otro, me aseguró que yo tenía una misión que cumplir. Se refería a la vida de una persona muy cercana a mi en Tlapacoyan. Me dijo que yo la tenía que proteger y velar por el futuro de sus hijos, que mi misión era "darle calor a su vida", textualmente. Yo le respondí con toda franqueza que no veía cómo era posible que con dos horas escasas que habíamos estado hablando acerca de esta persona y de otras, incluidos diversos temas, él ya había recibido una señal que ahora me transmitía; aclaro que antes de comunicarme lo anterior nos habíamos separado por espacio de poco más de media hora porque el tenía que oficiar misa y me pidió que lo esperara. Me dijo que confiara, que creyera en él y que por ningún motivo abandonara la misión que me había sido encomendada. Me despedí de él con una gran paz interior. Aclaro también que no había ido a confesarme, somos amigos y siempre platicamos muy a gusto, pero ahora se dirigió a mi como quien cumple con un deber. No pongo en duda, en absoluto, que él efectivamente creyera en lo que me estaba diciendo, pero no comparto su fe en ese tipo de señales.

Días después, me reuní con la persona que me había sido encomendada en la misión de que hablé antes, le conté lo que había sucedido con el sacerdote y le dije de quién se trataba y ella me dijo que pensaba que la señal era cierta, que ella sí creía que ese tipo de cosas sucedieran. A la siguiente semana me reuní de nuevo con el sacerdote de la Ciudad de México y tuvimos oportunidad de platicar alrededor de quince minutos antes de que llegaran otros de nuestros amigos; me preguntó por "la misión que tenía yo que cumplir" y finalmente me pidió que llevara a hablar con él a la persona que me había encomendado, que era sumamente importante. No me aclaró porqué.

Vuelvo ahora a la señora que me pidió que la confesara. Por un lado, temía que tuviera intenciones de suicidarse y por otro, cuando me dijo: "Yo sé que usted está inspirado por Dios", recordé las palabras de mi amigo, el sacerdote de la Ciudad de México y no dudé en hablar con ella, pero para darle una terapia de apoyo; así que la invité a sentarse junto a mi en una de las mesas de la cafetería que está ubicada afuera de la Parroquia de la Asunción. Me contó de sus problemas, yo la escuché atento, le hice algunas preguntas y le abrí los ojos respecto a uno en particular que era el que la tenía sumida en una depresión profunda; luego la llevé con un médico amigo mío, al que le pedí que le prescribiera un ansiolítico, para que se calmara. Cuando estuvo tranquila la invité a comer y luego la acompañé a su casa.

Vista aérea de Tlapacoyan enfocada a la Parroquia de la Asunción; frente a ésta, el parque; al lado derecho de la iglesia podemos ver la cafetería que se menciona en la crónica, con toldo de franjas naranjas y blancas. Los dos últimos negocios hacia la derecha son la Cafetería Los Faroles, con toldo color pistache y enseguida el restaurant Las Acamayas.

Regresé a la Asunción y le reclamé amistosamente a mi amigo que me hubiera dejado atorado en esa situación, le conté lo que había sucedido y me dijo: "Alfonso, yo sabía que tú eras el indicado, yo sabía que tú la ibas a sacar de su problema, por eso los dejé solos".

Hace algún tiempo daba yo clases en la Universidad Americana de Acapulco. Tengo casa allá desde hace 21 años y en una ocasión el rector de la institución (Héctor Dávalos), me pidió que impartiera algunas cátedras. Impartí Opinión Pública en la Facultad de Comunicación y también Computación. Uno de mis mejores amigos era Pascual Policanti, quien a su vez estaba a cargo de las clases de Psicología. Platicábamos mucho sobre este tema y sobre Psicoanálisis. En cierta ocasión me conminó a que abriéramos una Clínica de Psicología en mi casa. Yo le respondí que aunque hubiera estudiado Psicoanálisis y ya hubiera, a mi vez, sido psicoanalizado (condición para ejercer), no tenía intenciones de hacerlo. Me insistió en la Psicología y en abrir varios consultorios, pero nunca acepté. Viene a colación todo esto porque cuando sucedió lo de la señora que quería que la confesara, yo me incliné por la terapia porque sabía cómo hacerlo. No fue una decisión irresponsable.

En otra ocasión y saliendo otra vez de las oficinas de la parroquia (a la que puede pensarse que voy con mucha frecuencia, pero no es así), se me acercó otra señora que tomó mi mano y me la besó. Yo le pregunté que por qué lo había hecho y ella me respondió que porque desde que me había tratado la primera vez (meses atrás), se dio cuenta que tenía una luz interior a la que ella se tenía que acercar. Le pregunté si todo marchaba bien en su vida y ella me dijo que sí, que estaba tranquila y que vivía feliz hasta donde las circunstancias se lo podían permitir. Era, igual que la primera, madre soltera y se esforzaba con éxito en sacar adelante a sus hijos.

Me parece que es evidente que mi amigo, el sacerdote de la Ciudad de México que me encomendó una misión, encuentra mi tranquilidad para analizar y explicar los problemas adecuada para realizar la encomienda. Y creo que más que una señal divina, como él me hizo saber, influye en su ánimo el respeto intelectual que nos tenemos y su idea de que soy el adecuado para llevar al cabo la misión.

¿Cómo va a evolucionar tal encomienda? No lo sé. Pero hay algo que debo aclarar: No publico el nombre del sacerdote, mi amigo, con el que reflexionaba caminando por el parque, porque cuando le dije que iba a hablar algún día sobre el caso que relaté en estas crónicas, me pidió expresamente que no mencionara su nombre. En consecuencia, no podré revelarlo si me lo solicitan por correo electrónico, ni tampoco si lo hacen personalmente. Ofrezco una disculpa por esto, aunque la decisión no fue mía, pero estoy seguro que algunos de ustedes ya saben de quién se trata.

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