Personajes

Alfonso Diez

alfonso@codigodiez.mx

El árbol que murió de amor

Vivo en tres ciudades.

Acapulco, a la que cada día voy menos y he pensado, en consecuencia, en vender mi casa en esa bella ciudad que tan gratos momentos me dio; di clases en la Universidad Americana de Acapulco y los que han sido mis alumnos ahora están muy bien colocados. Algunos me escriben de vez en cuando, pero a todos los recuerdo con aprecio y con el deseo de que hayan logrado lo que deseaban.

La Ciudad de México, donde viven también mi esposa, mis tres queridas hijitas; mis tres yernos, a los que les tengo cariño; y mis seis nietecitos, cada uno con su propia personalidad, virtudes y defectos, inteligentes, observadores, platicadores. A todos ellos los llevo siempre conmigo, a un lado de mi corazón. Además, desde luego, de que en esta ciudad viven también amigos entrañables y familiares, hermanos, cuñados y sobrinos.

Y Tlapacoyan, la ciudad donde está enterrado mi padre, mis abuelos y mis queridos tíos, cinco hermanos de mi papá, porque el sexto, el único que vive, está en el Distrito Federal, donde tengo la fortuna de verlo y/o hablar con él por teléfono con frecuencia, lo mismo que con su esposa y sus hijos. En esta ciudad veracruzana tengo también familia y buenos amigos, a algunos de los cuales considero como de mi familia. Tlapacoyan me ha honrado nombrándome cronista del municipio, lo cual, además de ser motivo de orgullo para mí, me impone el deber y la inclinación sentimental de hacer lo que esté a mi alcance para que la población crezca culturalmente, para que los niños y los jóvenes tengan una mejor educación, y puesto en este sendero el trabajo que tengo por delante es bastante, pero todo lo que se logre será motivo de satisfacciones. Por lo anterior, queda claro que tengo que dedicar más tiempo al municipio por lo que, aunque vendimos nuestra casa aquí, llegará el momento en que encuentre alguna que me presten, que me renten o que me vendan.

Pero volvamos a la Ciudad de México. Cuando estoy aquí, saludo temprano a las jóvenes novicias y a la madre superiora del convento de las Josefinas Trinitarias, que pasan frente a mi casa cuando salgo para ir a caminar, de lunes a viernes, a las siete y media de la mañana. Van rumbo a la iglesia, a escuchar misa de ocho. El cuadro se repite cotidianamente. Lo que comenzó con mis preguntas acerca de la organización religiosa a la que pertenecen se convirtió en el saludo cotidiano con una sonrisa siempre en los labios. Algunas llevan algún instrumento musical colgado al hombro. Van en grupos de dos o tres, salvo la madre superiora, de origen español indudable, por su acento, que siempre responde, también, con una gran sonrisa a mi saludo. Con ésta y con la mayoría de las novicias, he platicado en diversas ocasiones. ¿De dónde vendrá la joven con los lentes negros gruesos? ¿Qué les deparará el destino? Las veo alejarse con mis mejores deseos en mente.

El caso es que durante nuestras caminatas por el río, mi amigo Agustín y yo nos encontrábamos todos los días con Irina, una doctora colombiana a la que siempre saludábamos y con la que llegamos a platicar varias veces... De su tierra, de su trabajo actual, de sus problemas con el departamento que ocupaba y de su cambio a uno nuevo.

En cierta ocasión la vimos abrazada a un árbol, tenía los ojos cerrados y ni siquiera se percató de nuestra presencia. La rutina se repitió varias veces. En cuanto tuve oportunidad le pregunté y obtuve una respuesta que ya esperaba: "quería cargarme de energía". A mí eso me pareció ridículo, pero nunca se lo he dicho. La escena subió de tono, porque además de abrazarse, subía y bajaba su cuerpo pegado al árbol. Una vez, hasta nos pareció que ambos se cimbraban. Parecía como si ella amara al árbol y éste le correspondiera. Pero, de repente y sin explicación, Irina dejó de venir. Un par de meses después nos la encontramos y le pregunté el porqué de su ausencia, me dijo que ahora caminaba del otro lado del río porque debido a que se mudó de casa llegaba por ahí cuando venía.

Otra vez, caminaba solo Agustín y la vio por detrás jugando con su perro; ya muy cerca de ella, de repente Irina hizo un movimiento brusco hacia atrás y cayó en brazos de Agustín, que la sostuvo y la abrazó, a la vez que le decía: "Cuando te vi, pensé, Dios mío, concédeme algo así para mi vejez y mira, estás en mis brazos". Los dos se rieron y minutos después se despidieron.

Irina se ausentó, no la hemos vuelto a ver. Ayer se cayó el árbol al que se abrazaba. Cayó con todo y raíz tapando nuestro camino. Hoy los jardineros lo hicieron a un lado. Si fuera un ser humano, diríamos que estaba triste porque ella lo había abandonado. Nos detuvimos por unos minutos a observarlo detenidamente. Dicen que las plantas, los árboles, reaccionan a las caricias, a la música. Puede ser, conforman lo que llamamos el Reino Vegetal. ¿Son sensibles? Pero de aceptar eso a creer que reaccionaba ante las caricias de Irina y luego ante su abandono, el trecho es mucho. No hay manera de comprobarlo.

No sabemos qué harán con el árbol, ¿a dónde los llevan? Tal vez a la basura. Irina no ha vuelto. Tampoco sabemos de ella.

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