Poesías inolvidables

A Gloria

No intentes convencerme de torpeza

con los delirios de tu mente loca:

mi razón es al par luz y firmeza,

firmeza y luz como el cristal de roca.

 

Semejante al nocturno peregrino,

mi esperanza inmortal no mira el suelo;

no viendo más que sombra en el camino,

sólo contempla el esplendor del cielo.

 

Vanas son las imágenes que entraña

tu espíritu infantil, santuario oscuro.

Tu numen, como el oro en la montaña,

es virginal y, por lo mismo, impuro.

 

A través de este vórtice que crispa,

y ávido de brillar, vuelo o me arrastro,

oruga enamorada de una chispa

o águila seducida por un astro.

 

Inútil es que con tenaz murmullo

exageres el lance en que me enredo:

yo soy altivo, y el que alienta orgullo

lleva un broquel impenetrable al miedo.

 

Fiando en el instinto que me empuja,

desprecio los peligros que señalas.

«El ave canta aunque la rama cruja,

como que sabe lo que son sus alas».

 

Erguido bajo el golpe en la porfía,

me siento superior a la victoria.

Tengo fe en mí; la adversidad podría,

quitarme el triunfo, pero no la gloria.

 

¡Deja que me persigan los abyectos!

¡Quiero atraer la envidia aunque me abrume!

La flor en que se posan los insectos

es rica de matiz y de perfume.

 

El mal es el teatro en cuyo foro

la virtud, esa trágica, descuella;

es la sibila de palabra de oro,

la sombra que hace resaltar la estrella.

 

¡Alumbrar es arder! ¡Estro encendido

será el fuego voraz que me consuma!

La perla brota del molusco herido

y Venus nace de la amarga espuma.

 

Los claros timbres de que estoy ufano

han de salir de la calumnia ilesos.

Hay plumajes que cruzan el pantano

y no se manchan... ¡Mi plumaje es de esos!

 

¡Fuerza es que sufra mi pasión! La palma

crece en la orilla que el oleaje azota.

El mérito es el náufrago del alma:

vivo, se hunde; pero muerto, ¡flota!

 

¡Depón el ceño y que tu voz me arrulle!

¡Consuela el corazón del que te ama!

Dios dijo al agua del torrente: ¡bulle!;

y al lirio de la margen: ¡embalsama!

 

¡Confórmate, mujer! Hemos venido

a este valle de lágrimas que abate,

tú, como la paloma, para el nido,

y yo, como el león, para el combate.

 

Salvador Díaz Mirón

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